Tanto
la crisis ecológica como la crisis económica son constantes en nuestro tiempo.
Ahora bien, ¿cómo gestionar una situación de crisis permanente? ¿Cómo
devolverle vitalidad a un capitalismo en dificultades? Y más aun, ¿qué técnicas
de gobierno se despliegan frente a ello? La respuesta está (siguiendo a Nick
Srnicek en su libro Capitalismo de plataformas, y a Facundo Carmona en su
artículo El algoritmo caníbal) en los datos.
El
capitalismo del siglo XXI se volcó a los datos como estrategia para afrontar las
diversas crisis que se ciernen sobre su modelo de acumulación. Esta mutación se
sostiene gracias principalmente a dos fenómenos: la digitalización del mundo y
el procesamiento de datos.
El
datamining procesa en tiempo real la totalidad de la realidad (desde fábricas a
comportamientos de consumo) a partir de una perspectiva probabilística
a-subjetiva, que prescinde de hipótesis previa e interpretación posterior. ¿Qué
resulta de esto? La perfilización y la anticipación de los comportamientos
individuales, sociales, naturales y maquínicos.
En
Capitalismo de plataformas, Nick Srnicek apunta las condiciones históricas que
posibilitaron la organización social contemporánea. Srnicek identifica tres
momentos esenciales en la emergencia de la economía digital: la recesión de los
años 70, el boom y caída de los años 90, y la respuesta a la crisis del 2008.
La
crisis de sobreproducción de los años 70 se sorteó con el
desmantelamiento
del modelo fordista estadounidense. La producción a gran escala fue suplantada
por la fabricación a pedido del modelo toyotista
japonés,
abaratando costos de stock, almacenamiento y mano de obra. Con los años 90
llegó el boom de la comercialización de Internet y una expansión global de
tecnologías que favoreció la deslocalización y tercerización. Por aquellos años
nació el “Designed by Apple in California. Assembled in China”:
el
diseño y el marketing se manejan desde las economías de altos ingresos,
mientras que la manufactura se deslocaliza hacia las economías emergentes. ¿El
resultado? La crisis global de fines de los años 90.
Estados
Unidos superó esa crisis con “keynesianismo financiero”: el Banco Central bajó
estrepitosamente su tasa de interés, lo que propició que los Hedge Funds
(fondos especulativos) colocaran dinero en inversiones de riesgo. Esa política
evitó el gasto estatal y eximió a la industria de ser competitiva. Los flujos
de inversión viraron hacia el mercado inmobiliario y las empresas de
tecnología. Las consecuencias, años después, son conocidas: se desencadenó la burbuja
inmobiliaria que estalló en el año 2008, y se propició el crecimiento de
industrias vinculadas al desarrollo de plataformas (como Facebook y Google),
capaces de extraer y controlar una inmensa cantidad de datos.
En
su libro, Srnicek realiza un detallado análisis económico e histórico sobre los
modelos de negocios de las plataformas digitales, con la intención de demostrar
que internet fue privatizado y casi monopolizado por ciertas empresas (las
plataformas), basadas en la extracción permanente de datos, de la misma manera
que el viejo capitalismo extractivo lo hacía con las materias primas.
Las
plataformas son “infraestructuras digitales que permiten que dos o más grupos
interactúen”. Se trata de un nuevo modelo de negocios que ha devenido en un nuevo
y poderoso tipo de compañía, el cual se enfoca en la extracción y uso de los
datos. Las actividades de los usuarios son la fuente natural de esa materia
prima, la cual, al igual que el petróleo, es un recurso que se extrae, se
refina y se usa de distintas maneras.
Las
plataformas dependen de los “efectos de red”: mientras más usuarios tenga, más
valiosa se vuelve. Ejemplo: mientras más personas googlean, más preciso se
vuelve el algoritmo de Google y más útil nos resulta. Ello significa que hay
una tendencia natural a la monopolización. Para garantizar estos efectos de
red, las plataformas utilizan “subvenciones cruzadas” para captar usuarios, es
decir, la prestación gratuita de algunos servicios se compensa con el cobro de
otros: por ejemplo, Google contrabalancea la gratuidad de su servicio de Gmail
con el dinero que genera por publicidad.
Por
último, el autor señala que, si bien suelen postularse como escenarios
neutrales, como “cáscaras vacías” en donde se da la interacción, las
plataformas en realidad controlan las reglas de juego: Uber, por ejemplo, prevé
dónde va a estar la demanda y sube los precios para una determinada zona. Esta
mano invisible del algoritmo contradice el discurso que suelen tener estas
empresas, en el cual se definen como parte de la “economía colaborativa”
Nuestro
autor cataloga a las plataformas de acuerdo al uso que realizan de la
información. Postula cinco tipos de infraestructuras digitales:
a)
Plataformas publicitarias (Google, Facebook): que extraen información de los
usuarios, la procesan y luego usan esos datos para vender espacios de
publicidad.
b)
Plataformas de la nube (Amazon Web Services, Salesforce): que alquilan hardware
y software a otras empresas.
c)
Plataformas industriales (General Electric, Siemens): que producen el hardware
y software necesarios para transformar la manufactura clásica en procesos
conectados por internet, lo que baja los costos de producción.
d)
Plataformas de productos (Netflix, Spotify, Rolls Royce), que transforman un
bien tradicional en un servicio y cobran una suscripción o un alquiler.
e)
Plataformas austeras (Airbnb, Uber, Glovo, Rappi): que proveen un servicio sin
ser dueñas del capital fijo.
El
autor dedica un extenso apartado a este último tipo. Las define como
plataformas austeras porque prácticamente carecen de activos: Uber no tiene una
flota de taxis, Airbnb no tiene departamentos y Rappi no tiene bicicletas. El
único capital fijo relevante es su software. Por lo demás, operan a través de
un “modelo hipertercerizado” y deslocalizado. Sus ganancias se basan en una
baja inversión en activos y, en el caso de Uber, el pago a los conductores
mediante sistemas de contratación que no impliquen grandes gastos en salarios.
Por ejemplo, a sumar a un sector de la población con dificultades para
conseguir trabajo, aprovechando así el desempleo y la precarización. Este
mecanismo también se puede encontrar en otras compañías de la llamada
"economía colaborativa", como los servicios de delivery tipo Rappi o
Glovo.